Nuestro país está atravesando una epidemia de abatimiento frente al proceso electoral. Basta detenerse en la calle y platicar con la primera persona que se encuentre en la banqueta para darse cuenta que el fantasma de la desesperanza por la política nos acecha cotidianamente. Podríamos asignarle como origen todo tipo de motivos: las listas de plurinominales con nombres que desearíamos no seguir viendo en la vida política, los constantes y sorpresivos cambios de partido de decenas de militantes, el privilegio de la lógica de reparto de posiciones para los amigos frente a los procesos democráticos internos.
La desesperanza puede producirse también por el miedo que nos generan los altos índices de inseguridad, el profundo dolor que genera la pobreza que vive buena parte de nuestra sociedad, o simplemente la impotencia frente a esta realidad insegura, violenta y desigual. En conjunto, se fertilizan las semillas de la antipolítica.
Lo he visto en varias ocasiones de cerca.
Unos meses atrás me encontraba en un tianguis de Tonalá recolectando firmas para lograr mi registro por la vía independiente. Entre el fragor de los puestos de comida, las ofertas de los comerciantes y la premura de quien vuelve a casa con varios kilos de compras en sus manos, buscábamos invitar a firmar y que las personas dedicaran un momento a escuchar sobre una nueva opción política. Recuerdo muy bien ese día en específico porque una señora se acercó a mí y, sin rodeos o eufemismos, me dijo: “Es imposible cambiar la política de nuestro país, no lo vas a lograr.” Su decepción y molestia eran visibles, sus ademanes permitían sentir su determinación y la potencia del sol al mediodía daba poco margen para intentar disuadirla.
A pesar de las condiciones, fue generosa y me regaló un par de minutos. Me compartió su visión acerca de la política, la manera en que las administraciones municipales le habían quedado mal, la molestia porque sus legisladores nunca habían regresado, el sentir de sus vecinas que reflejaba un profundo desánimo por la política. Me dejó entrever que para ella, todo lo que huele a cambio se mata, se copta, tiene precio o fecha de caducidad.
Predestinación al fracaso, a la corrupción y a la administración de la inercia son bases sustantivas de nuestros aprendizajes sobre la política. Quizás sobren motivos para que eso sea cierto, sin embargo habría que dar dos pasos atrás y preguntarnos a quién beneficia que nos demos por vencidos sin siquiera tratar de influir en la política.
La desesperanza que se vive cotidianamente es, a todas luces, la mejor aliada de los políticos corruptos, opacos y que usan su puesto para beneficio personal, pues evita que tengamos la expectativa de un nuevo horizonte y, con ello, se cancela la posibilidad de un cambio.
Por eso, durante el próximo proceso, será vital que renunciemos a la descalificación fácil que plantea que todos son iguales, que nuestro país va a seguir igual, que da lo mismo. Frente a este momento definitorio de nuestro país debemos hacernos de nuestros propios mecanismos para incidir en la política.
Existen esfuerzos muy distintos que nos muestran que sí podemos hacer algo desde nuestros campos de conocimiento, profesiones o latitudes. Por ejemplo, hace unos días se anunció la conformación de Verificado, una red de medios y periodistas que trabajan por constatar la veracidad en las notas que cubren el proceso electoral. También podemos observar el ímpetu por acercar información valiosa al electorado a través de la organización de debates desarrollados por estudiantes dentro de universidades. Finalmente, hay una propuesta generada desde la sociedad civil que protagonizará un nuevo proceso electoral: la declaración 3 de 3, la cual nos permite conocer el patrimonio, los intereses y el pago de impuestos de quienes buscan un cargo.
Estos casos nos dan una muestra que la acción de la sociedad sí puede influir en la política de nuestro país y, de esa manera, ayudar a romper con el imperio de la desesperanza y la corrupción.