El presidente López Obrador ha llevado a su partido a una contradicción. A cambio de apoyo electoral, Morena sacrifica la congruencia de muchos de sus candidatos con su ideología. A cambio de ganar elecciones, no importa si los candidatos o candidatas son afines a un proyecto. Pueden ser viejos enemigos del obradorismo, pero, con tal de obtener resultados, las ideas quedan atrás.
Cuando Morena era un partido emergente, antes de 2018, el problema era encontrar personas que aceptaran ser postuladas. Después de ese año, el problema fue encontrar un método para ordenar la fila
López Obrador definió desde su propia elección en 2018 que las encuestas serían el método de elección interno dentro de Morena. Una experiencia que data a sus años en el PRD y las encuestas que inició el entonces partido de oposición para escoger a sus candidatos presidenciales.
No hay nada de malo en contar con procesos claros dentro de los partidos para designar a sus candidatos. Al contrario, es una buena manera de incorporar a sus militancias y contrastar distintos proyectos internos. El problema es cuando se les da una supremacía que sacrifica todo lo demás.
En Morena importa más la popularidad que la congruencia con el proyecto de nación que esposa el presidente López Obrador. Lo importante es la “voluntad popular” reflejada en las encuestas, argumentando, como hace el presidente, que el pueblo es el que manda. No hay criterios claros ni lealtades anteriores que sean necesarias para competir con Morena por un cargo público: lo crucial es ganar.
Varias personas que aspiran a ser candidatas en 2024 carecen del perfil que López Obrador ha definido como impoluto. El caso más obvio es Omar García Harfuch: no se trata de sus cualidades personales (que las tiene), sino que su perfil encarna al enemigo histórico de la 4T. Trabajó con Genaro García Luna, uno de los grandes demonios según el credo obradorista; fue operador en Guerrero cuando ocurrió la masacre de Ayotzinapa y acaso parte de las reuniones en las cuales, según López Obrador, se tramó la verdad histórica.
Estas no son acusaciones externas; son los parámetros que AMLO ha usado para ejemplificar la fuerza del mal. Ahora su propaganda opera en contra del candidato “popular” de Claudia Sheinbaum, ni siquiera de Morena, porque él no ha sido militante.
Por cierto, sus ancestros fueron parte del régimen que López Obrador llama de corrupción del PRI en su época dorada.
Pero Harfuch no está solo en esta elección. En la mayoría de las contiendas de gubernaturas hay el mismo patrón: antes de Morena, sus candidatos tenían otras lealtades.
Carlos Lomelí, que va por su segundo intento de ser gobernador en Jalisco, antes fue miembro de Movimiento Ciudadano, inclusive representando al partido como diputado en 2015. En Guanajuato, el candidato favorito para Morena, Ricardo Sheffield, era miembro del PAN hasta 2018. Mientras tanto, en Yucatán, destaca la aspiración de Verónica Camino, que llegó al senado con el PRI para luego saltar al Verde y, ahora, militar con Morena. Queda también Chiapas, donde Sasil de León podrá ser la candidata. Pero es difícil ignorar su pasado con el Partido Verde en épocas de Peña Nieto, llegando a hacer campaña junto a él en el estado.
No pareciera haber requisito ideológico. Con jurar lealtad a la 4T para la elección que se viene, se olvidan las diferencias pasadas. La necesidad es ganar los votos—o las encuestas—para hacerse con la candidatura.
El pragmatismo electoral está convirtiendo a Morena rápidamente en una nueva versión del PRI y del PAN. En diversas ocasiones he preguntado a personas que viven en diferentes estados del país si tal o cual gobernador/a de Morena ha hecho una diferencia. Casi siempre la respuesta es la misma: podrían haber sido candidatos del PRI o del PAN, casi nada ha cambiado.
Es innegable que la estrategia ha brindado frutos. Morena hoy controla 21 gubernaturas (23 si contamos al verde en San Luis Potosí). Pero, para hacerlo, tuvieron que abandonar la congruencia.
La 4T, que prometía reformar a México, se ha vuelto una lealtad electoral y no ideológica.
Para ganar elecciones, se buscaron candidatos rentables, pero perdieron la ideología (si es que ha existido).