Nación321 quiere conocer y dar a conocer qué piensan los jóvenes en México. Con este fin abrimos NUEVAS IDEAS, un espacio para que los ciudadanos escriban sus puntos de vista sobre la realidad que vive nuestro país. Hoy escribe Jorge García Origel
La noticia circula por doquier: Gabriela Cuevas y Cuauhtémoc Blanco son los últimos especímenes en aparecer a las puertas del Arca de Noé en que se ha convertido Morena.
Desde que en 2017 Andrés Manuel López Obrador comenzó a sumar voluntades de todas las denominaciones políticas en el país a través de la firma del Acuerdo Político de Unidad Nacional, el descontento con su proyecto no se hizo esperar por parte de la ciudadanía: no tanto como rechazo de su contenido, que aún no emergía, cuanto como disenso en su estrategia política.
¿Por qué alguien que había siempre enfrentado en el discurso a lo que él denominaba teatralmente “la Mafia del poder” de pronto abría las puertas de su partido a cualquiera que quisiera sumarse a su Acuerdo? No importaba de qué callejones oscuros, de qué antros macabros descendieran, cualquiera podía subirse al Arca y esperar la purificación y la salvación de la catástrofe humanitaria que el régimen neoliberal tiene, y esto es innegable, reservado para el país.
Más allá de lo que se piense del político tabasqueño, de sus propuestas pasadas y presentes, de sus fracasos y de sus recientes maniobras, sírvanse estos renglones para llamar la atención sobre esta estrategia aditiva y reflexionar en torno a su significado político.
Andrés Manuel ha estado llamando a la unidad por la reconstrucción (la “regeneración”) del país; pero lo que debe resaltarse es que este llamado no es ni mucho menos exclusivo de él, sino que es paralelo y en su forma idéntico, al que lanzara en 2017 el Jefe Máximo del PRI, Enrique Peña Nieto, para poder hacer frente a la amenaza que se erguía del otro lado de la frontera en la figura ominosa de Donald Trump (en medio de una crisis de legitimidad por el gasolinazo y demás políticas impopulares).
El llamado a la unidad constituye un recurso populista por excelencia, recurso demagogo. Lo mismo de izquierda que de derecha: detrás de este llamado lo que se pide es renunciar a las diferencias políticas en los hechos (por más que uno quiera mantener sus compromisos ideológicos en los salones metafísicos y prístinos del fuero interno), que el país sea una sola voluntad general, condensada en la persona unitaria de su Presidente. Es la boda alquímica de pueblo y soberano.
Sobre estas razones se vuelve lícito el rechazar el pragmatismo de Andrés Manuel y no simplemente, por imputarle un pragmatismo sin el cual se pinta soñador el ganar una contienda en el ambiente de corrupción del país.
Caben las alianzas electoreras con alguna corriente, pero lo que no cabe es perder los contornos propios al declararse universo: al incluir todas las diferencias, todos los intereses.
Esta opinión proviene de una concepción de la política que es antagonista y partidista (no en el sentido organizativo, hoy en descrédito social), en donde el elemento más importante de la elección de una opción es el de la ideología y no el de la personalidad, el del proyecto de cambio, no el de alternancia, el de apuesta por la pasión y la justicia y no por la administración “racional” de lo mismo y de parches al sistema.
Al sumar a cualquier clase de político, sin importar sus antecedentes en general, se pierden las coordenadas mismas de una elección realmente política, ya que en lugar de una elección basada en una visión particular de lo que debería de ser el bien común –es decir, la República – más bien lo que se pide es que se vote por la opción que es mejor para todos, para México en general (como si hubiera un solo México), aunque nunca se diga en qué consiste esa opción.
El discurso de AMLO se revela así en un patriotismo que pretende ser la mejor opción, eliminando en el acto la posibilidad misma de una elección libre: ¿cómo no votar por la única y mejor opción, aquélla a donde ya todos los políticos que han despertado y ven con claridad se han lanzado a borbotones?
Pero además, esta opción no puede detallar un programa de nación claro ya que integra a todos; y lo más fácil es detectar lo que todos quieren: un cambio, pero un cambio que nadie define, sino que se queda en abstracto y se contenta en afirmar que hará “lo que hace falta hacer” (luchar contra la corrupción) para así poder continuar con los negocios de siempre sobre rieles engrasados. Así, al menos, no puede alterarse el balance de fuerzas sociales.
El patriotismo populista es siempre eso: el vaciamiento de lo político en una propuesta donde caben todos, en una ideología sin contenidos pues se dice representar, de manera transparente, al (difícilmente homogéneo) pueblo entero –por supuesto, como en el caso de EPN durante los meses siguientes al gasolinazo, de lo que se trataba era de estar con el gobierno, de apoyar al Presidente en su defensa de la Patria ante la amenaza yanqui –en definitiva, de ser uno con el líder. Y esto no puede ser la democracia.