No es muy republicano el pedir un deseo. Se trata de una cosa más propia de un cumpleaños, de algo entre simbólico e ingenuo. A pesar de ello, va aquí una formulación que ojalá suceda en el nuevo sexenio.
El gobierno que concluye hoy estuvo presidido por una persona que tras décadas de vivir y luchar en la intemperie, luego abandonó a su suerte a los más vulnerables. La enorme paradoja de ser el candidato con más territorio y luego el menos accesible de los gobernantes.
Las estampas del comportamiento refractario del Presidente en el fin del sexenio 2018-2024 son insuperables. Y, hablando de deseos, ojalá nunca más veamos algo parecido a los bloques de cemento puestos para dificultar la manifestación de los 43 en el Zócalo.
Quien por años se aprovechara de la causa de los desaparecidos de Ayotzinapa concluye su periodo detrás de planchas de acero inescalables y, para que no haya dudas, bloqueando con muretes de concreto la llegada de su protesta a la plaza principal de México.
Debería darles vergüenza pero pedir eso, hablando de ingenuidades, es esperar demasiado. El plural de la frase apela a la conciencia de aquellos que alguna vez dijeron estar con los normalistas y hoy normalizan el descaro gubernamental de atrincherarse tras el Ejército.
Y no es la única imagen postrera que exhibe la deshumanización del gobierno que se instaló en nombre de los desposeídos. Tragedias en Sinaloa y Acapulco coinciden estos días para desnudar el extraviado carácter de quien hasta esta medianoche ostentará el poder legal.
El titular del Ejecutivo no acude a donde más hace falta su presencia. Su agenda es dictada por su ego, no por las necesidades de sus gobernados.
Los actos oficiales son estrictamente para alimentar su mitología; sus ensimismadas palabras nunca para consolar in situ a quienes se encierran por los balazos o padecieron un huracán.
Incluso cuando va una zona caliente evade la elemental responsabilidad de dar la cara a quienes están en medio del fuego cruzado, de oír a esos que tienen miedo. Como ocurrió este fin de semana en Sinaloa.
Los oídos y los abrazos del mandatario son para los compinches, y entre ellos uno de los más apapachados es el impresentable gobernador (es un decir) sinaloense, Rubén Rocha, sobre quien el tiempo pasa sin que se diluya la mancha de las sospechas criminales.
Muchos kilómetros al sur, Acapulco se ahoga de nuevo. El Presidente en cambio ve llover como si no fuera su trabajo la protección civil. Tiene los zapatos secos en su tren, a buen resguardo de la sangre de Culiacán y de ríos desbordados en Guerrero.
En ese panorama va mi deseo. Que si con Claudia Sheinbaum una sola cosa ha de cambiar, que ésta sea que la presidenta esté donde la necesiten sus gobernados. Siempre, y fuera de la burbuja donde todo presidente es encerrado para evitarle oír a los necesitados.
El tiempo de Sheinbaum se antoja convulso. Tiene tras de sí mucho poder, mas retos descomunales en la economía, y un desafío de empoderados grupos criminales; la gobernabilidad misma está en duda, no por ella, sino por la pesada herencia que recibirá mañana.
Para lidiar con tamaña agenda qué mejor que saberse acompañada de una sociedad que, sin abandonar el talante crítico de toda democracia frente al poder, le da una oportunidad. Y que ella corresponda a eso acudiendo siempre al lugar de los más afligidos.
Nunca más un presidente escondido en la investidura para desoír a los inermes. Abra, para empezar, de nuevo las puertas de Palacio, Presidenta.