La liturgia priista dicta que el gobernador del Estado de México decidirá candidata tras su quinto informe; es decir, faltan semanas. Para entonces, el panista mexiquense Enrique Vargas llevará al menos mes y medio de ruidoso proselitismo.
En el PRI del Edomex suponen que cuando Alfredo del Mazo tome su decisión sucesoria, el PAN de ese estado comenzará a plegar velas, que los panistas y Vargas aceptarán la realidad de la ecuación “gobernador priista lleva mano, máxime si es mexiquense”.
Pero qué tal que a Del Mazo le crece en las encuestas Vargas y no las priistas Ana Lilia Herrera o Alejandra del Moral, sus predelfinas. O qué tal que hay un triple empate entre esos aspirantes.
El gobernador sabe que su correligionaria que no resulte favorecida se disciplinará, pero por qué Vargas tendría que dar un frenón tras el destape priista.
Caso contrario: Del Mazo elige candidata, la perdedora se suma a la ganadora mas ésta todavía ha de batallar –más que con alcanzar y descarrilar a la morenista Delfina Gómez– con cuidar el retrovisor, no sea que el aspirante panista le coma el mandado en los largos meses que faltan para que se decida la candidatura de la coalición prianista mexiquense.
Mientras eso ocurre con PRI y PAN, en Morena vemos un esfuerzo disciplinado –un poco en bola y no exento de turbulencias, pero con ruta clara– de lo que quieren en el Estado de México: casi un año antes de la elección la candidata se llama Delfina, manoteé o no Higinio.
Pero el problema con la coalición del Revolucionario Institucional y de Acción Nacional no es sólo de tiempos y de formatos. Es, sobre todo, de fondo. Y eso importa de cara a la elección de 2024.
Si el Estado de México es un laboratorio de la elección presidencial, hoy podemos dar por descontado que Morena va a las elecciones de dentro de dos años en caballo de hacienda, mientras la oposición simplemente no atina el método para decidir quién irá en la silla y con las riendas, y quién en ancas.
A esa falta de definición de método hay que sumarle un contexto absolutamente adverso a las ofertas políticas que eventualmente formulen PRI y PAN.
La semana pasada inició una etapa más, y una muy vistosa, del juicio al pasado. La detención de Jesús Murillo Karam, un priista clásico como pocos y uno completamente identificado con Enrique Peña Nieto, carbura la maquinaria lanzada por López Obrador para desfondar al Revolucionario Institucional.
Hoy el PRI tiene tantos frentes abiertos que aplica aquello de no ver lo duro sino lo tupido.
Rosario Robles salió el viernes de la cárcel pero el proceso por la estafa maestra no está, ni de lejos, concluido. Peña Nieto mismo enfrenta la posibilidad de que pronto la Fiscalía General de la República le judicialice una carpeta. Emilio Lozoya sigue ofreciendo embarrar a su exjefe Luis Videgaray… Y en ésas estábamos cuando llegó el caso Ayotzinapa a empinar más al peñismo, sus priistas, sus policías, soldados y marinos.
El cierre del sexenio de López Obrador tiene guion claro. Juicio al peñismo por sus escándalos de corrupción y de impunidad (verdad histórica), juicio al calderonismo por el “narcotráfico de García Luna” y la violencia. Y en medio, ruta electoral decidida y operada en Palacio.
AMLO va a la elección ofreciendo la consolidación de su obra, mientras el PRI sigue en sus liturgias y el PAN sin estamina y con problemas de identidad.
El Presidente ganará caminando, diría Lavolpe. Y eso incluye no pocas gubernaturas y el Congreso.