Por convicción o presión, el nuevo gobierno está privilegiando el continuismo sobre la continuidad y empañando su horizonte.
Los proyectos propios de la nueva administración aún son eso, en el mejor de los casos, banderazos de salida. En contraste, los pendientes favoritos de la anterior gestión –destacadamente la reforma judicial y la desaparición de los órganos constitucionales autónomos– son acción descoordinada, atropellada y desaseada.
Tal proceder está provocando un desgaste inusitado al mandato asumido apenas un mes atrás.
Esa disparidad repone un par de dudas y exhibe una paradoja. Las dudas: ¿cuál es la correlación entre la convicción propia y la presión ajena que anima y recibe la presidenta de la República? Y, por lo mismo, ¿cuál el perfil o el estilo que de sí quiere bosquejar? La paradoja: pese a la fortaleza con que Claudia Sheinbaum accedió a la jefatura del Ejecutivo y el cúmulo de poder obtenido por la alianza liderada por Morena, se está arriesgando la posibilidad del nuevo gobierno y dejando su destino en ámbitos ajenos a su potestad.
Por lo pronto, la suerte inmediata de la administración se definirá el próximo martes, pero no en Palacio Nacional. Aquí en México, en la sesión del pleno de ministros de la Suprema Corte. Allá en Estados Unidos, en las elecciones cuyo resultado, sin importar cuál sea, obligará a replantear la relación con ese poderoso socio y vecino. Aquí como allá habrá un supermartes y da grima ver cómo, tras generar gran expectativa y contar con tanto poder, el nuevo gobierno prioriza lo encargado y no lo proyectado.
¿No hay colaboradores o legisladores cercanos a la presidenta de la República que, sin doblegarse o atemorizarse, adviertan del trompicado inicio del gobierno y las opciones para ajustar el rumbo sin cambiarlo?
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Aquí, el próximo martes se definirá el curso de la confrontación entre los poderes Ejecutivo y su ramal Legislativo con el Judicial: si el conflicto manifiesto deriva o no en una crisis declarada. Al amparo de argumentos legaloides o juridicistas, los actores involucrados juegan en realidad su resto político.
A la velocidad de la luz, pero a oscuras, los legisladores federales y locales de Morena apuraron la llamada “supremacía constitucional” para hacer valer, por la vía de hechos, su supremacía política y anular cualquier posibilidad de echar abajo la reforma judicial. Saben la jefa del Ejecutivo y los coordinadores de Morena en el Legislativo que cuentan con fuerza y condición para avasallar e implantar la consigna de su líder en supuesto retiro y, en esa tesitura, echan mano de un recurso agotado: hacer de la fuerza un argumento y de la política una renuncia, por increíble que parezca.
Amplios sectores afines y contrarios al oficialismo coinciden en la necesidad de una reforma judicial, pero no en la pertinencia de la impulsada por Morena. Entre otras razones porque no garantiza dar acceso a la justicia y abatir la corrupción, el nepotismo, el tráfico de influencia y la intervención de grandes intereses económicos y criminales en el Judicial. No garantiza eso y sí, en cambio, trasluce el afán de someter y controlar a los juzgadores. Sin duda, el oficialismo puede imponer su designio, pero no persuadir a los factores de poder informal y, entonces, vencer sin convencer puede concluir en un desastre, sobre todo, si la elección de los impartidores de justicia es un fracaso o un engaño.
En tal circunstancia, el proyecto de resolución de la acción de inconstitucionalidad atendida por el ministro Juan Luis González Alcántara-Carrancá que propone elegir sólo a ministros de la Corte y magistrados de los tribunales electoral y de disciplina, pero no a la totalidad de jueces de distrito y magistrados de circuito abre un resquicio. Una pequeña y limitada abertura para evitar que el conflicto derive en crisis y la situación del gobierno se vea aún más comprometida. Es, como dice el refrán, un mal arreglo desde luego, pero conjura un pleito que, en su derrame y duración, podría herir en su origen –y, a saber, si en su desarrollo– al sexenio.
Si ese proyecto alcanza los ocho votos requeridos para avalar la resolución se estará en otra fase del conflicto. Más, si el oficialismo, como ha dicho, desacata la resolución. Esa fase correspondería al de una crisis. Aquí, el martes, pero no en Palacio Nacional se definirá no sólo la suerte de la reforma judicial, sino probablemente también la del gobierno.
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Allá, en Estados Unidos, el martes será definitorio de la relación de México con Estados Unidos.
Al margen del resultado de las elecciones en el país vecino y por la rispidez prevaleciente en la relación bilateral es evidente que ésta será objeto de ajustes que repercutirán en múltiples campos y, por lo mismo, en la posibilidad del gobierno mexicano. Cambios radicales y difíciles con Donald Trump, quien tiene en la mira al país y amaga con detonar bombas políticas en el comercio, la migración y el crimen organizado. Y cambios igualmente mayores, pero ojalá más civilizados con Kamala Harris. Como quiera, en un caso o en el otro el replanteamiento es obligado y se llevará a cabo en un entorno económico marcado probablemente por la desaceleración.
Entrar a una negociación diplomática difícil en condición de debilidad por los asuntos o conflictos internos puede acarrear rebotes dentro y fuera. Y eso se definirá allá, no aquí en Palacio Nacional.
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Este gobierno no tiene un pasado a dónde recargar los problemas de hoy y carece del habitual periodo de gracia concedido. Por eso, importa reconocer la situación y no dejar en otros ámbitos la capacidad de decidir. Es hora de dar muestra de continuidad, no de continuismo. A ver cómo pinta el supermartes, aquí y allá.