Hace no tanto, quizás menos de dos años, en nuestro país escuchábamos con estupefacción los dichos de odio de Donald Trump. ¿Te acuerdas cómo nos enojamos cuando dijo que México sólo enviaba violadores y “bad hombres” al país vecino?
Lo hicimos piñata. Nos reíamos de ese bufón racista, estábamos seguros que estaba entrenado solo para generar polémica. Al principio pensamos que era una estrategia publicitaria, quizás una movida para llamar la atención y lograr un escaparate público para un futuro negocio.
Pero nadie vino a desmentirlo. Al contrario, levantó la mano para la presidencia del país vecino. Ahí fue cuando empezamos a conocer que al precandidato republicano tampoco le gustaban las personas con alguna discapacidad, de las cuales se burlaba; las mujeres, quienes señalaron su misoginia e incluso algunas denunciaron agresiones sexuales; la prensa crítica, esa que la señaló como noticias falsas; y todo aquel grupo que retara el mundo que él conocía.
“No hay forma alguna en que él pueda ganar la nominación”, decían algunas voces que conocían de cerca a la política norteamericana. Y entonces escuchamos, entre coreos de sus seguidores: “Construyamos ese muro, construyamos ese muro”. Sí, era literal, él proponía un muro que dividiera los territorios entre Estados Unidos y México.
En nuestro país no dábamos crédito a la cantidad de insultos y mentiras que ese político profería contra nuestra patria. Todos los días había una declaración que nos hacía olvidar los excesos de la previa: “nos quitan nuestros trabajos, no tienen lugar en nuestro gran país, solo mandan a los malos”. Sonaban irreales sus señalamientos y propuestas. Y ganó la candidatura por su partido.
Y entonces, más y más voces dijeron “Es imposible que alguien como él logre las simpatías”. Pero el rugido del odio llegó y caló alto. Ya no importaba si eras mexicano, jamaiquino, filipina o nacida en Estados Unidos, la amenaza se sentía en muchos sectores sociales.
Quien intentó desenmarañar su plataforma política pudo certificar que lo verdaderamente importante de la doctrina no era un postulado económico o político, sino el odio hacia lo distinto, la añoranza a los días de homogeneidad racial y cultural, así como una fuerte carga de nacionalismo rancio. Cabe la pena recordar esos días de campaña, durante los cuales vimos con tristeza la escalada de actos de violencia e intolerancia hacia las minorías.
¿Te acuerdas haber despertado con la noticia de su victoria? Fue un día terrible, nadie lo podía creer. Nadie tenía una explicación para esta infamia. Quedó claro que logró dejar su estela de odio en el camino, las semillas de Trump habían germinado y pudo convencer a millones de que algunas personas valen más que otras.
Esa degradación que por años nos sorprendió, ese odio que se diseminó por todo el mundo, esa ponzoña racista que esparció, poco a poco nos empezó a parecer menos sorprendente y cruel. Ese bufón, conforme pasan los años, comienza a sonar para algunas personas un poco menos lunático.
Repite una mentira mil veces y será realidad. De esa manera es como hoy tenemos una polarización tremenda en la sociedad norteamericana entre quienes escuchan a Trump con atención y ven en los mexicanos un grupo social indeseable, criminal y que les roba los trabajos a sus ciudadanos.
Estas últimas descripciones son las mismas con las que algunos mexicanos señalaron a los hondureños de la caravana migrante, el contingente de 7 mil centroamericanos que el viernes intentó ingresar a nuestro país en su búsqueda por llegar a los Estados Unidos. Esos mismos insultos y esas calumnias repetidas en una nueva latitud. El veneno que alguna vez recibimos ahora lo suministramos a otros.